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Estamos en la costa bretona. Apenas ha salido el sol. Dos hermanos, una chica y un chico, pierden el autobús que los lleva a la escuela. Es el comienzo de un largo día de vagabundeo que les permitirá entregarse con toda libertad —una libertad robada a la rutina— a saciar su curiosidad por el paisaje y los seres que los rodean. Y también a descubrirse entre ellos. La mayor es decidida, resuelta, impaciente; el menor, prudente, asustadizo, acostumbrado a ir a remolque de la hermana. Disputas y reconciliaciones puntúan su aventura: roban una barca para atravesar un brazo de mar, hurgan en un depósito náutico, escalan un acantilado, se bañan en las aguas heladas de una playa solitaria, traban amistad con un perro errante y hediondo, huyen de un guardia forestal, se burlan con insolencia de unos pescadores y unos agricultores que los interpelan… Sus juegos y canciones infantiles son dos notas discordantes, fuera de lugar, en un paisaje de día laborable. La caída del sol significa el regreso a la rutina: se impone la realidad: hay que cerrar ese paréntesis de travesura y libertad y regresar a casa.